Vivimos unos tiempos extraños. Tiempos en los que mucha gente ha conseguido trabajar en aquello en lo que soñaba y, sin embargo, lo hace a disgusto. Tiempos donde el 60% de las profesiones podrían ejercerse desde cualquier lugar del mundo con un ordenador y un teléfono y, aun así, los directivos exigen cada vez más presencialidad. Tiempos en los que a los emprendedores nos hablan de buscar nuestra pasión mientras quienes mandan ponen todas las trabas administrativas posibles, sencillamente porque nunca emprendieron y no entienden cuál es la realidad del mundo hoy día.
Leí hace poco un reportaje sobre una multinacional española, donde simplemente por implementar un horario de 9 a 3 no sólo había mejorado la productividad, sino sobre todo el entusiasmo y la implicación de los empleados. El motivo es bien sencillo: por primera vez podían conciliar su vida laboral con la familiar y, aun teniendo que hacer alguna hora extra de tanto en tanto, no llegaban a casa con la noche cerrada.
De los autónomos se ha dicho siempre que no tienen horarios. Que siempre deben estar disponibles. Y que trabajan más que cualquier persona contratada a la vieja usanza. Y, quizá, es por ello que mucha gente es reticente a iniciar sus propios negocios, apegada como está (con razón y con todo el derecho del mundo) a saber en qué horas debe trabajar y en cuales puede desconectar por completo.
Este artículo, pese a ello, viene a romper ese mito. Y, si me apuran, un segundo. Porque, como hemos comentado anteriormente, más de la mitad de la fuerza laboral de un país podría hoy mismo trabajar desde su domicilio. Y, pese a lo que crea la mayoría, sería la mejor manera de disponer de tiempo para todo. Si bien debería romper un esquema que nació en la Revolución Industrial y aun hoy perdura: el de la linealización del horario.
No negaré que hay días (como cuando escribo este artículo, por ejemplo) en que estoy delante de mi computadora a las 22:15 horas. Pero eso no significa que esté aquí desde las 9 de la mañana. Simplemente, he ido mezclando tareas profesionales y personales por el camino.
Pocas veces en mi vida he dejado de llevar a mi hija al colegio. Y la mayoría de ellas han sido por desayunar con personas con las que quería hacerlo, bien porque me aportarían de manera personal, profesional o ambas. Ha habido picos enormes de trabajo, sí. Pero también tardes enteras donde he podido leer. O ver series. O jugar en el parque con mi familia.
Iré incluso un paso más allá. No trabajo por horas, sino por objetivos. Los marco semanalmente y los divido por días. Y si un martes, por ejemplo, he terminado lo que debía hacer a las 12 de la mañana, me voy a correr, hago la comida, bajo a comprar, tomo un café con un amigo o simplemente descanso.
Cada vez más se van a demandar profesionales para proyectos, no para contratos de 20 años con tareas diarias. Porque, como todos los que leen esto saben de sobra, TODOS LOS DÍAS hay horas muertas en las oficinas. Para tomar un café y despejarse. Para almorzar. Para mirar las redes sociales una vez entregado el último informe. Para programar las vacaciones en un comparador en internet. O incluso para hacer gestiones online del banco al no poder acudir de manera presencial.
De ello hablamos en el libro ‘¿Por qué no nos dejan trabajar desde casa?’, calculando una cifra a tener en cuenta: entre reuniones absurdas, interrupciones y pausas hay al menos tres horas y media al día donde no se trabaja. Y no porque no se quiera, sino porque no hay nada que hacer o nadie de la cúpula ha segmentado aquello que debemos afrontar como urgente (lo que lleva a las clásicas prisas posteriores).
Piense por un momento: ¿cuántas veces ha necesitado ir al banco? ¿cuántas al médico? ¿cuántas no ha podido hacer ejercicio por salir tarde del trabajo? ¿cuántos momentos se ha perdido con su familia o amigos?. Y, sobre todo, ¿podría hacer lo que hace desde su casa con un portátil y un smartphone?
David Blay Tapia
Periodista/Journalist
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