Casi todo el mundo tiene ideas, a veces sumamente simples y muy útiles que pueden transformarse en inventos. ¿Quién no conoce el clip de acero que las mujeres usan para sujetarse el pelo? Se compone de un pedazo de alambre doblado y, durante mucho tiempo ese clip era completamente liso. A alguien se le ocurrió que si el alambre tuviera una parte ondulada se fijaría mucho mejor. Esa patente posiblemente sea una de las que más han rendido en la historia de la invención.
Cualquier persona en su trabajo profesional, o en el hogar, encuentra utensilios incómodos y poco prácticos, que sería muy interesante mejorar. El invento nace en el instante en que imaginamos cómo podríamos perfeccionarlo.
Una vez concebida la idea, el inventor busca el modo de realizarla. Esa tarea exige a menudo un arduo trabajo y requiere dos virtudes imprescindibles: observación y tenacidad. Entre la idea primitiva y el éxito final, se interpone por lo general una cadena de fracasos. Cada experiencia negativa debe ser, para el inventor, una enseñanza que lo aproxime a lo que busca. Una cuidadosa reflexión sobre la causa de cada fracaso, debe conducir por lógica a resultados cada vez mejores. Pero esa labor requiere confianza en sí mismo para no dejarse desalentar, y enorme tenacidad para superar cada problema y llegar al final.
Es natural que una idea cuando nace parezca demasiado simple y uno ponga en duda su originalidad. Es verdad que en cada especialidad existen centenares de empresas con numerosos equipos de profesionales que en laboratorios perfectamente instalados trabajan continuamente en el mejoramiento de sus productos y en el desarrollo de otros nuevos, pero ese hecho no debe influir para nada en el ánimo del inventor.
Muchas ideas brillantes se les han ocurrido a personas que jamás habían trabajado en el ramo al que pertenece su invención.
Largo, muy largo es el camino que media entre esa idea y la realización de un producto de fabricación económicamente aconsejable y de una calidad que satisfaga las exigencias del mercado. Muchos son los inventos que a diario se patentan y muy pocos los que llegan a ser producidos a gran escala, y mucho menos aún los que alcanzan verdadero éxito.
Una solicitud de patente asegura los mismos derechos que una patente concedida, aunque, naturalmente, la solicitud no garantiza la concesión. Es aconsejable que el inventor eleve la solicitud, una vez superada la etapa experimental y cuando ya tiene el producto casi definitivo, de modo que sólo se requieran modificaciones en la terminación y no en lo básico. Es importante que, llegado el momento, la solicitud sea elaborada por un agente que necesita realizar un estudio en colaboración con el inventor.
La patente asegura el monopolio sobre el invento. La empresa que desee adquirir derechos sobre la misma, estudia minuciosamente la descripción y las reivindicaciones que ella contiene, y antes de adquirirla trata de protegerse al máximo.
El inventor, si está bien protegido por la patente, puede ofrecer su invento directamente a cualquier empresa. En los países industrialmente más desarrollados hay oficinas especializadas en la comercialización de patentes.
Si alguien acreditado en esta tarea acepta hacerse cargo de la comercialización de una patente, el inventor que la ha ofrecido puede considerar coronados sus trabajos.
Alberto Aguelo
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