El “hombre en la arena” es el discurso que Theodore Roosevelt, decimosexto presidente de los Estados Unidos, pronunció en la universidad de La Sorbona en Paris el 23 de abril de 1910. El nombre oficial del discurso era en realidad “La ciudadanía de la República”, pero quedó con el título del “Hombre en la arena” por el fabuloso segmento que se hizo universal. Su mensaje no esta dirigido, por supuesto, solo al hombre, también a la mujer, en cuanto es una alusión genérica.
Las referencias de Roosevelt al “hombre en la arena” son una de las lecciones de vida más poderosas que se hayan creado.
Describen en cortas líneas ése drama que vive el individuo propositivo, aquel que crea, que asume desafíos y quiere extraer de la vida “algo más” de lo que todos ven. Ése es el “hombre en la arena”. Sin él no hubiera evolución, no se diga progreso o desarrollo.
A ése hombre, que debe sumar a las dificultades del camino la incomprensión y el juicio de sus semejantes, Roosevelt le dedica unas frases hermosas. Le dice, en resumen, que el mérito recae en él.
Hay cientos, miles, posiblemente unos cuantos millones de individuos en el mundo que pueden asociarse con el modelo de Roosevelt y su “hombre en la arena”, pero nunca son mayoría. Por el contrario, son una minoría majestuosa de personas que luchan todos los días, con el “rostro manchado de polvo, sudor y sangre”, allí… en la arena.
Entre esos individuos están, con seguridad, los emprendedores, al menos aquellos que finalmente superan las pruebas tempranas y transitan en soledad su camino a las cumbres.
Estas son las frases del “Hombre en la arena” de Theodore Roosevelt:
“No es el crítico quien cuenta, ni el que señala con el dedo al hombre fuerte cuando tropieza, o el que indica en qué cuestiones quien hace las cosas podría haberlas hecho mejor. El mérito recae exclusivamente en el hombre que se halla en la arena, aquel cuyo rostro está manchado de polvo, sudor y sangre, el que lucha con valentía, el que se equivoca y falla el golpe una y otra vez, porque no hay esfuerzo sin error y sin limitaciones.
El que cuenta es el que de hecho lucha por llevar a cabo las acciones, el que conoce los grandes entusiasmos, las grandes devociones, el que agota sus fuerzas en defensa de una causa noble, el que, si tiene suerte, saborea el triunfo de los grandes logros y si no la tiene y falla, fracasa al menos atreviéndose al mayor riesgo, de modo que nunca ocupará el lugar reservado a esas almas frías y tímidas que ignoran tanto la victoria como la derrota”.
No es el crítico quien cuenta… ¡nunca lo es!
Porque poco hace al margen de medrar con el trabajo ajeno, sea éste afortunado o no. Fácil es criticar, tremendamente fácil. Casi groseramente sencillo. Pero en nada quedaría la crítica si no existiese el hombre que actúa, que algo hace, a pesar de estar consciente que ello le puede hacer sujeto de juicio impersonal y despiadado.
La crítica es siempre un acto parasitario, puesto que nada posee sin aquel que hace, que actúa. Ahora bien, ¿Existe la crítica constructiva?, posiblemente. Pero definir esto es un resorte del hombre en la arena no del propio crítico, dado que éste puede suponer cualquier cosa respecto a lo que hace, pero solamente aquel que actúa podrá definir si en algo le aprovecha.
Para bien o para mal, no es el crítico el que cuenta…
No cuenta aquél que señala al hombre fuerte con el dedo cuando tropieza.
Esos “detectores de errores ajenos” pueblan el mundo de los mediocres y honran el síndrome de Procusto. Están atentos para señalar la caída de otros y los errores ajenos. Señalan cien veces al emprendedor recordándole sus agoreras advertencias. Y con sutil satisfacción y goce festejan el haber acertado. “Hay que poner los pies en la tierra”, dicen, “no es bueno ser un soñador”. O con menor empeño se limitan a insistir: “te lo dije”.
Estos hombres no cuentan.
A ellos les pasa desapercibido un hecho fundamental de la naturaleza humana, ésa que ha construido el progreso: “corresponde tener los pies en la tierra, pero nada obliga a tener la cabeza a la altura de los pies”.
Para estos, el hombre en la arena tiene una demanda, aquella que con firmeza exponía George Patton: «Guíame, sígueme o no te interpongas en mi camino».
No cuenta tampoco quién indica que lo hecho pudo hacerse mejor.
Esta es la posición del hombre miserable.
Porque a más de no haber obrado en absoluto, tiene el arrojo de calificar el hecho ajeno como defectuoso. Es incluso mejor la osadía del que desacredita todo desde un inicio, porque al menos no es un hipócrita.
¡El mérito recae exclusivamente en el hombre que se halla en la arena!
Así de contundente es la afirmación de Roosevelt: mérito exclusivo del hombre de acción. Del que hace. Arriesga. Quién da el paso al frente y asume el desafío.
Todos los demás son espectadores que, como mucho, debieran anhelar un buen resultado del que propone, puesto que se beneficiarán de todas maneras.
Ahora bien, corresponde entender el significado de “mérito”. Puesto que constituye derecho a premio o castigo por los resultados de la acción. No se trata solo de una recompensa positiva, ¡de ninguna manera! Hay acciones que ameritan reprobación, castigo o pérdida. El hombre en la arena está consciente de esto, y paga sus “cuentas” sin queja o reproche.
Saben estos hombres, como lo sabe el emprendedor siendo uno de sus más preclaros exponentes, que el triunfo y la derrota son hermanos siameses que solo se entienden en su íntima coexistencia. Por tanto el “miedo a perder” puede igualmente ser entendido como el “miedo a ganar”, y no se prestan a experimentarlo.
El mérito es de aquel cuyo rostro está manchado de polvo, sudor y sangre
Del que la sufre porque decidió hacer, quién tropieza porque camina, del que sueña y tiene conducta obstinada para hacer sus visiones realidad, a pesar de la crítica frecuente, impasible, proveniente muchas veces del círculo más cercano de las personas que se aman.
Éste es el hombre que tiene mérito. El que por algún maravilloso motivo, está convencido que a la vida se le puede extraer mucho más de lo que ella misma ofrece en su infinita generosidad. Éste, que no solo espera que “el fruto caiga”, más bien siembra y cultiva antes de consechar.
Hay quienes pasan por la vida con poco polvo en el rostro, poco sudor y sangre. Estos son los “takers” (los que toman o reciben), citados en el poderoso pensamiento de Ayn Rand. Son los “parásitos”. Esos que viven en función de lo que hacen los creadores, los “makers”.
Algunos de estos “takers” son receptores pasivos, inermes, inofensivos. Y otros son críticos con el hombre que hace. Muchos son honestos en su limitada apreciación de las cosas de la vida, e incluso “buenos” en la medida de “lo políticamente correcto”. Pero en ninguno existe mérito. Eso le está reservado al hombre en la arena.
No hay esfuerzo sin error ni limitaciones
¡No puede haberlo! Actuar involucra tomar el riesgo de errar, y aceptar también la existencia de límites y restricciones. Quién actúa asume el riesgo de fallar y de agotarse en el empeño. Y ambas posibilidades lo dejarán, en el mejor de los casos, en la situación de inicio.
Pero a pesar de la poderosa lógica de este argumento, el hombre en la arena actúa.
Evitar la comisión de errores tiene dos consecuencias grandes. Por una parte la inacción que deja todo a merced de las circunstancias y por otra el riesgo de no conseguir un acierto. El “crítico”, el hombre inerme, evita la comisión de errores y asume sus consecuencias: inacción y falta de aciertos. Así se siente mejor, más tranquilo. Porque entiende, profundamente equivocado, que uno de los objetivos de la vida es la paz: “vivir tranquilo”, sin “grandes problemas”.
Y esto no es verdad, porque la evolución de todas las cosas precisa faena, sacrificio, esfuerzo y dolor. Esto no involucra paz, más bien tribulación.
El hombre mediocre no entiende que la paz es un estado de equilibrio mental, emocional, espiritual. Nada tiene que ver con las externalidades, depende de la interpretación interna, personal. El hombre en la arena actúa a pesar del riesgo de errar, pero esto no le priva de paz, porque él no es nunca lo que le sucede.
El que cuenta es el que… agota sus fuerzas en defensa de una causa noble, el que, si tiene suerte, saborea el triunfo de los grandes logros
Hay una afirmación en el discurso de Roosevelt que pasa desapercibida: el hombre en la arena, si tiene suerte, “saborea el triunfo de los grandes logros”.
Ésta es una aclamación a la fortuna.
El esfuerzo, sacrificio, dedicación y esmero conducen al triunfo, pero nunca lo garantizan. ¡Hay diferencia! Nada está asegurado por completo en la vida, ni aún la existencia del día que sigue. Y el triunfo no es una excepción.
Hace falta siempre un poco de fortuna. Pero también es cierto que la propia suerte crece a medida que más se trabaja, y que es mejor aguardarla siempre con la mesa tendida.
… y si no tiene suerte y falla, fracasa al menos atreviéndose al mayor riesgo
Hay diferencia profunda entre el perdedor y quién fracasa. El primero pertenece a un estado, el segundo responde a una función.
Curiosamente “el perdedor” poco falla porque poco hace, en tanto el hombre de acción fracasa muchas veces más de las que triunfa. Porque el éxito nunca es más numeroso que el fracaso, puesto que de ésa forma tendría poco valor.
Quién se atreve toma riesgos y fracasa. Pero si no existieran estos hombres tampoco habría nunca nada para festejar.
De modo que el hombre en la arena nunca ocupará el lugar reservado a esas almas frías y tímidas que ignoran tanto la victoria como la derrota
Ésta es la afirmación culminante, el punto de llegada y sitio de reposo para el hombre propositivo: “nunca ocupará el lugar reservado a ésas almas frías que ignoran tanto la victoria como la derrota”.
Los mediocres, los “tibios” de la amonestación bíblica, los que no son ni una cosa ni otra, los “habitantes del gris”.
Quién no conoce la derrota jamás conocerá la victoria, y quién eventualmente disfruta de la cálida e íntima satisfacción que esta última proporciona, es porque ha tenido el coraje y la capacidad de aceptar la ocurrencia de la primera en innumerables ocasiones. Por esto mismo no es un alma fría, y mucho menos tímida, porque ha dado el paso, ha saltado en la arena.
Sirva para el emprendedor, el empresario, y ése conjunto reducido de individuos que hacen, o finalmente que intentan hacer a pesar de todas las advertencias y probabilidades. Sirva esta apología que les hace Roosevelt desde lo profundo de la historia. Sea útil también como agradecimiento, porque finalmente a partir de ése acto evoluciona la calidad de vida del ser humano.
DATOS DEL AUTOR.-
Carlos Eduardo Nava Condarco, natural de Bolivia, reside en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, es Administrador de Empresas y Empresario. Actualmente se desempeña como Gerente de su Empresa, Consultor de Estrategia de Negocios y Desarrollo Personal, escritor y Coach de Emprendedores.
Autor del libro: “Emprender es una forma de Vida. Desarrollo de la Conciencia Emprendedora”
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