¿Hasta qué punto todo lo que hacemos es en contra de lo que pensamos?
Pueda que la respuesta a esta pregunta sea en gran medida muy cuestionable. Sin embargo, en lo que al actuar se refiere, es muy poco lo podríamos decir que hacemos en contra de nuestras ideas o pensamientos… No obstante, ¿qué pasaría si se diera el caso de que nuestros pensamientos estuvieran errados? ¿Cuáles serian las consecuencias de nuestro autoengaño? O lo que sería peor, ¿cuán difícil nos sería darnos cuenta que estamos equivocados?
Se dice que entre los años 1842 y 1846, en una de las dos salas de parto de la Maternidad de Viena, la muerte de mujeres parturientas había aumentado significativamente. El joven Semmelweis [Ignacio Felipe Semmelweis], que para el año 1846 había recién ingresado a planilla de médicos, observó que las cifras de muertes en esa sala habían alcanzado el 96%, cuando cuatro años antes sólo habían rondado el 30% y que, además, las mujeres se debatían entre fuertes dolores, fiebres altas y una intensa fetidez. Valiéndose de un rudimentario método epidemiológico, se dedicó a estudiar las diferencias que pudieran existir entre ambos pabellones. Los resultados fueron sorprendentes. Semmelweis, descubrió que una de las salas era más frecuentada por los estudiantes de medicina, los cuales atendían a las mujeres luego de sus sesiones de medicina forense. La segunda, sin embargo, era la más utilizada por las matronas, pero el número de muertes aumentaba cuando los estudiantes visitaban dicha sala.
De lo anterior puedo deducir, de manera no muy equívoca, que los estudiantes transportaban desde los cadáveres hasta las mujeres algún tipo de «materia putrefacta» la cual era el origen de la fiebre puerperal. Los resultados, aunque permitieron explicar grandemente la causa de la tasa notablemente baja de mortalidad de las mujeres que dieron a luz en la calle, respecto a las que dieron a luz en la clínica, no fueron del agrado del Dr. Klein el cual dirigía la primera sala. Klein tenía sus propias teorías al respecto: La brusquedad de los estudiantes a la hora de realizar los exámenes vaginales, hasta el hecho incluso de que la mayoría de ellos eran extranjeros. Sus teorías lo llevaron expulsar a 22 de sus estudiantes para quedarse tan sólo con 20. Pero la situación no mejoró en lo absoluto.
Semmelweis instaló un lavabo en la entrada de la sala de partos y obligaba a los estudiantes que se lavaran las manos antes de examinar a las embarazadas. Pero fue tanto el desagrado que causó con sus impertinencias el joven médico que Klein lo despidió unos días después. Sin embargo, para este emprendedor médico, la cusa casi estaba clara y la solución parecía que también lo estaba: Desodorar las manos.
Un tiempo después, y ayudado por algunas influencias, fue admitido nuevamente como ayudante en la segunda sala de partos [dirigida por el Dr. Bartch] y, a petición suya, los estudiantes del Dr. Klein pasaron a la segunda sala provocando un aumento en la mortalidad [del 9% al 27%]. Preparó entonces una solución de cloruro de calcio con la cual obligaba a los estudiantes a lavarse las manos cuando acabaran de estar en sus prácticas forenses o aun cuando la hubieren realizado un día antes para después examinar a las mujeres. La mortalidad descendió con esta práctica al 12%.
Teniendo en cuenta que la hipótesis bacteriana de Luis Pasteur no se publicara sino hasta unos años más tarde, lo que prosiguió a la historia del joven médico no fue en absoluto nada agradable… Pero bastaría con decir que fue víctima de, entre algunas otras cosas, de la búsqueda de poder o de la razón absoluta del doctor Klein o de muchos de sus contemporáneos y mediocres colegas que lo acusaran de farsante y le dieran además la espalda.
No obstante, será que en las empresas hoy en día ―me pregunto algunas veces―, como en los equipos de trabajo, en los círculos sociales o familiares, en las universidades y en escuelas, en los hospitales, en las iglesias o en cualquier otro medio que involucre la participación e interacción de personas, ¿existe aún algún Dr. Klein o algún Dr. Semmelweis? Es decir, ¿existirán ocasiones en que las ya muy arraigadas prácticas [ideas-creencias] se hayan vuelto hasta cierto punto nocivas o deprimentes, pero aún queden personas que las justifiquen y las defiendan grandemente?
Y es incómodo a veces decirlo, pero algunas de las ideas que nos funcionaron en su momento, con el tiempo, muchas, ya no lo han hecho. En el camino hacia el liderazgo, independientemente del ámbito de aplicación, la segunda puerta que cuidadosamente se debe cruzar, después de aprender a delegar, es la del cambio de ideas. Y hay que dejar bien claro que las ideas, como los pensamientos, los métodos o los principios, los objetivos y/o las estrategias, no son nocivas por «viejas» sino porque muchas veces se crearon en función de un ambiente que ya no existe. Hay que reconocerlo, existen ideas medulares que son imposibles de cambiar, pero que estas nos generarían mayores resultados si se acompañasen de algunas palabrillas muy sencillas y hermosas: conciliación, flexibilidad, creatividad y trabajo.
La conciliación, en primer lugar, por lo que ya en la nota anterior se dijo de que nadie puede ser un líder si no es capaz de hacer vivir e involucrar con sus ideas a otros. Consecuentemente, no siempre se tiene la absoluta razón en todo, aunque cueste reconocerlo; por lo tanto, muchas veces la flexibilidad en algunos aspectos, acompañada de la creatividad nuestra como la de quienes nos rodean nos puede ser de gran ayuda para obtener mejores resultados de los que nosotros solos pensamos. Además, nada puede funcionar también como cuando nos empeñamos y nos dedicamos a ese algo.
Quizá en algunas ocasiones [en las crisis o abatimientos] y en algunas actividades [en el trabajo o el estudio, en la familia o en la administración] no se pueda vivir ni empeñarse a depender de sueños. En ellas quizá sea mejor optar por definir y ordenar ideas [o estrategias]. Pero después de todo, en el trabajo o en la administración, como cuando se ve una moneda, sólo el que en su mano la tiene decide sobre qué lado verle…