El sentido de Valor de la Vida y la posibilidad de trascender en ella más allá de los límites estrechos que plantea la existencia física depende de la capacidad de atar la vida a un Objetivo.
Albert Einstein decía:
“Si quieres vivir una vida feliz, átala a un objetivo, no a las personas o a las cosas.”
Son muy pocas las personas que trascienden mas allá de su natural marco de espacio y tiempo, muy pocas aquellas a quienes la historia y el interés colectivo les debe básicamente algo. Esto se debe a que la mayoría de los seres humanos desarrollan su vida en función de las personas y de las cosas.
Desafortunadamente, las cosas y las personas tienen carácter transitorio y por ello alcanzan significado y sostén para la vida en tanto existen, produciendo luego un vacío doloroso. A las personas les cuesta entender que, en esencia, sólo pueden considerarse dueñas de su propio destino, de su capacidad de ser y de hacer; el resto de las cosas y de las personas que acompañan el viaje son producto de esto, no causa o motivo. Por la capacidad de ser y de hacer, la vida premia al ser humano con cosas que llega a poseer y personas que las comparten con él. La relación no es inversa.
Existen leyes naturales en la vida que no pueden desconocerse, y dos de ellas explican la afirmación de Einstein:
La primera está asociada a las “cosas”, pues ellas se encuentran sujetas a la regla básica de “ganar y perder”. En la vida se gana y se pierde proporcionalmente; nadie está predestinado a ganar siempre o a perder en todos los casos. La victoria se explica en la capacidad de sobreponerse a la derrota. No gana quien no ha perdido y no pierde quien no ha ganado alguna vez. Lo maravilloso se encuentra en encarar y sostener la dinámica con naturalidad y con buen ánimo, lo estimulante es encarar el juego con la intención específica de ganar o de aceptar la derrota como beneficio para un futuro inmediato. Lo que tiene valor es el proceso y no el fin.
La segunda ley natural que presenta la vida está vinculada a las personas y su esencial libertad. Ninguna persona le pertenece a otra por derecho, todas están apenas habilitadas para ganar, con mucho esfuerzo, el cariño, el amor, la amistad, la identificación o la lealtad de los demás. Cada persona es una individualidad milagrosa y se debe esencialmente a ella. Fundamentar el sentido de la existencia propia en términos de la vida de los demás es un acto vano. Puede entenderse como un objetivo de vida el “vivir para los demás” (y en ello puede justificarse también la propia trascendencia), pero esto es diferente a “vivir en función de los demás”. Ello incluye de manera especial a los seres queridos más cercanos: la familia y los amigos, quienes son también dueños de su propio destino y tienen el deber esencial de sujetarse a sus propios objetivos. Todas las personas tienen la vida prestada y son incapaces de establecer su duración, por ello la fatalidad de una vida truncada no puede determinar el final del sentido de otra.
La necesidad de trascender se explica en la posibilidad de vivir la vida más allá de las cosas o de las personas con las que ésta premie. La trascendencia es una función de los objetivos que el ser humano se plantea para su vida. El proceso de conseguir los objetivos condiciona la relación final con las cosas y las personas.
Para tener éxito en el cumplimiento de objetivos se debe sostener una relación básicamente equilibrada y productiva con las personas, sin ésta condición la tarea se convierte en un proceso difícil y doloroso. El viaje por la vida no es una travesía carente de dificultades y de obstáculos y la labor de vencerlos permanentemente no está al alcance del hombre solo, sino de aquél que ha conseguido un mínimo equilibrio en sus relaciones interpersonales. Ninguna virtud o habilidad es suficiente para alcanzar la victoria si no se encuentra acompañada de estabilidad y armonía básica en las relaciones familiares y sociales.
La influencia de las relaciones sobre los objetivos de vida se explica, además, de “adentro hacia afuera”, el condicionamiento proviene de la estabilidad que se alcance en las relaciones más cercanas: el matrimonio, los hijos, los padres, los hermanos, las amistades y el conjunto social próximo. El orden es vital para el equilibrio pues poco se avanza con respecto a él si, por ejemplo, se sostienen relaciones personales apropiadas con la comunidad próxima y no con la familia inmediata; si se encuentra equilibrada la relación con las amistades y no con los hijos o si ésta última se encuentra bien y no así la relación matrimonial. La armonía básica en las relaciones interpersonales es como una espiral en la que se parte del núcleo y de allí se extiende.
Entre todas las relaciones, probablemente la más delicada es la que se encuentra en el centro mismo de ésta espiral: el matrimonio. La relación de pareja es determinante para alcanzar los objetivos planteados, incluso los más cercanos y de carácter familiar. Un matrimonio que carezca de un equilibrio básico, impide alcanzar los objetivos en tiempo y forma. Esta relación es aún más sensible que la que se sostiene con los hijos, dado que con ellos la responsabilidad es de carácter temporal y está íntimamente condicionada por aquella. En tanto que nadie puede “elegir el seno familiar en el que nace, la relación de pareja si está sujeta a una elección específica. La persona que tiene clara una visión de vida fundamentada en objetivos y no en cosas o personas, “elige” con determinados criterios a la pareja y construye con ella una relación que se subordina también a objetivos comunes, alcanzando mayor estabilidad y riqueza a lo largo del tiempo.
Por supuesto que las probabilidades existen aquí como en todas las cosas, pero en general las excepciones sólo confirman la regla: el éxito acompaña en mayor medida a quienes tienen una relación matrimonial y familiar equilibrada. Sólo a partir de este punto se puede aspirar a la trascendencia.
Estas afirmaciones obligan a contextualizar el propio significado del Amor, porque lo colocan, por fuerza, en una dimensión superior: allí donde no sólo se explica como un compromiso emocional hacia otra persona, sino como vínculo al concepto integral de la vida. El Amor, en su dimensión superior, parte específicamente del amor propio, amor por lo que se es, por lo que se hace y por lo que se quiere. Desde allí se proyecta hacia los demás y culmina perfeccionándose en un amor natural hacia la vida. El Amor mal entendido es causa de las mayores frustraciones. Quien no tiene primero Amor por sí mismo es una persona carente, en esencia incapaz de “dar”, y no otra cosa es quien no tiene objetivos y metas con las que pueda justificar su propio valor. Bien decía Oscar Wilde que:
“Amarse a sí mismo es el comienzo de una aventura que dura toda la vida.”
El sentido de la vida asociado a las “cosas” es mucho más triste, porque éstas siempre debieran considerarse un medio y no un fin. El éxito no se mide en términos de la acumulación de “cosas”, el éxito es una función de la “capacidad de producción” que tiene el ser humano. La acumulación de cosas que no se sostiene en una sólida y calificada capacidad de producirlas, es frágil y efímera. El Valor se encuentra en quien produce, no en el producto; el mérito y la satisfacción por el hecho de “tener” se alcanza merced al proceso, al esfuerzo, a la capacidad y habilidad de generar “cosas”.
Ahora bien, no es malo “tener cosas” o aspirar a tenerlas en tanto constituyen una medida de la productividad que se alcanza y contribuyen a la calidad de vida, pero cuando esto se transforma en el objetivo central pierde su esencial valor, porque somete la “capacidad de producción” a criterios cuantitativos indolentes y desde aquí no es extraño observar vidas dispuestas a hacer “lo que sea necesario” para adquirir y acumular cosas. Invariablemente esto concluye estableciendo un circuito irresponsable y corrupto de vida, uno que altera el equilibrio básico de productividad y relacionamiento con los demás.
La Trascendencia es un imperativo que le está planteado al ser humano como factor de distinción con las demás especies; sin ella, el mismo estado en el que hoy vive no hubiera sido posible: el progreso y el desarrollo son producto del deseo de trascender más allá de los límites que define una básica condición animal. El valor de UNA vida, el milagro de existir, no puede exigir pagos menores.
Existen personas que han trascendido generaciones y establecido hitos históricos, pero también existen aquellas que en su trascendencia han marcado UNA vida o UN momento; ambas han cumplido consigo mismas y con la humanidad. La antítesis de la Trascendencia es la Mediocridad y ella está extendida entre aquellos que no atan su vida a un objetivo, porque probablemente la mejor definición de mediocridad no esté relacionada a lo que se ES, sino a lo que no se quiere SER. El universo inmenso de la mediocridad está compuesta, cual un cuerpo de moléculas, por un sinfín de pequeños individuos “conformistas” que inician y terminan cada milagroso día de vida siempre igual, sin penas y sin alegrías, sin victorias y sin derrotas, siempre en la comodidad oprobiosa del gris.
Quien trasciende va mas allá de sí mismo, de las personas que lo rodean y de las cosas que tiene o puede acumular, quién trasciende cumple objetivos sólidamente anclados en la profundidad del tiempo, de esta manera manifiesta su fe por el porvenir, lo que de hecho constituye una oda a la vida.
Curiosamente, son estas mismas personas las que más alegría dan a quienes están cerca y más cosas terminan por acumular.
DATOS DEL AUTOR.-
Carlos Eduardo Nava Condarco, natural de Bolivia, reside en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, es Administrador de Empresas y Empresario. Actualmente se desempeña como Gerente de su Empresa, Consultor de Estrategia de Negocios y Desarrollo Personal, escritor y Coach de Emprendedores.
Autor del libro: “Emprender es una forma de Vida. Desarrollo de la Conciencia Emprendedora”
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